CAPÍTULO 1
El
Invasor de las Indias
El joven
conquistador tenía los ojos de hielo. Mercenario, fuerte y
despótico, cara pálida como las nubes, César de la Fuente había
llegado a las Tierras Vírgenes en busca de oro, plata y esclavos
para someter. Incluso a la bella princesa india Flor del Alba.
Pero nunca calculó las consecuencias de sus ambiciones. La jefa
de la tribu' matriarcal era hija del Cacique Calambás, conocido
por su crueldad entre los pueblos andinos del Cauca, el gran río
que fluye a los pies de las cumbres eternamente nevadas de los
Andes Colombianos.
Ella sabría como apagar para siempre la sanguinaria sed del
saqueador de los lugares sagrados, de aquellas tierras
protegidas por los dioses y custodiadas celosamente por los
nativos durante siglos.
“¡Que
la maldición de los Calambás consuma tu espíritu exterminador!
¡Que
la avalancha mortal y el conjuro de los picos nevados te lleven
a lugares lejanos y sepulten tu sed de sangre para siempre...!”
En
la colina de los antepasados, inmóvil y silenciosa ante el tótem
de piedra labrada, la elegida invoca a los espíritus. Las manos
sobre el pecho envuelven el collar desde donde pende la cabeza
felina adornada con las plumas del cóndor. Luego del rito
propiciador, Flor del Alba baja por la pendiente de la sierra
dejando atrás las enormes rocas. Sin importarle el cansancio,
camina con seguridad y atraviesa la selva por el viejo sendero
hacia los campos de maíz. Finalmente llega a la aldea antes del
atardecer.
El
Valle luce solitario, envuelto en el silencio interrumpido a
trozos por el grito del águila. Los girasoles esperan cabizbajos
la llegada del nuevo día.
El
prisionero parece dormir y continúa allí, amarrado al árbol,
extenuado por la larga carrera antes de su captura. El ruido de
los pasos tras los arbustos lo sacude de su entumecimiento. Ella
surge de la nada como una especie de aparición, musculosa y
audaz, cubierta sólo por un guayuco rojo ocre. Se miran. La
mujer vierte agua en un recipiente de terracota y se la ofrece.
Luego con un golpe seco de hacha de piedra corta las lianas que
lo atan al tronco. El cae al piso, las manos y los pies atados
por otras sogas más ajustadas que le torturan la piel. Con un
gesto rápido, Flor del Alba le ordena ir hacia la cabaña de
bambú. Se desliza cansino, arrastrándose, respirando el polvo,
con el hacha muy cerca de su cuello aún blanco. Alcanza el lecho
de hojas. Se miran de nuevo. Una fuerte tensión florece entre
los cuerpos. En el rostro del español impera el temor, pero
tratará por última vez de imaginarse un héroe. Comunicará y
conquistará en el único idioma que tiene en común con la india:
el lenguaje del cuerpo. Sonríe y trata de acercar su boca a los
labios femeninos. Confía en la esperanza de un beso. Mierda.
Recibe un esputazo en plena cara, y la lama fría de la piedra se
le acerca más amenazadora a la yugular. Luego un leve murmullo,
un ruido de tela desgarrada, la mano oscura que lo toma por los
cabellos y lo obliga a recorrer con la boca lastimada los
pequeños senos desnudos, a detenerse en el pubis sobresaliente y
hambriento de orgasmos... y después de haberla hecho resbalar
sin rumbo por el vientre liso y vigoroso, como si fuera el de un
muchacho. Empieza así un entrelazarse de miembros y sudores, un
revolcarse en la tierra, un llenarse los orificios de fango y de
carne y de viento montano.
La
leña arde peligrosamente cerca y destellan chispas de resina.
Las medias palabras pronunciadas en lenguas ajenas, los gritos y
gemidos del extremo placer adornan la danza macabra de la
elegida y el conquistador para resonar afuera de la aldea, tocar
el cielo y deslizarse al fin hacia el gran Cauca, sobre el
declive oscurecido por las cenizas del volcán.
Se
escucha a lo lejos el rugido del jaguar. Agua y libertad. Tierra
y misterio. Fuego y condena.
Tiembla. Tiembla cuando la ve levantarse y, como furiosa,
ponerse el plumaje imperial y el antepecho de jefe tribu,
símbolos de la total autoridad, y luego agacharse y tomar un
gran gancho forjado en oro, bronce y plata. Lo ha visto usar a
los indios para arrastrar a las bestias sacrificables por la
nariz. Ahora recapacita. Y esboza palabras en un idioma que
nadie entiende ni quiere entender. Sus ojos sólo pueden pedir
piedad.
Flor del Alba sale
de la choza arrastrando a su trofeo de guerra con una cuerda
amarrada en el gancho que le ha clavado en las narices. De la
selva aparecen algunos indios para seguirla con devoción. Están
vestidos con las libreas de los guerreros: antepechos en forma
de mariposas, tatuajes con evocaciones crueles y horrorosas.
“¡Venganza!”,
parecen gritar también el Valle del Cauca y las montañas.
Ninguna luna.
Bajan del cielo las tinieblas más densas. Se encienden las
antorchas. El sonido de los tambores desgarra la quietud de la
noche con una inquietante explosión de cantos y danzas
ceremoniales. Arde el incienso traído desde lejos. Cada segundo
que pasa pretende revancha sobre el hombre blanco, ofrecido en
holocausto durante aquel equinoccio de primavera. La mujer que
lo acaba de poseer lo arrastra hasta el área sagrada del templo.
La mirada de los dioses impera sobre el lugar a través de los
tótem gigantescos, que parecen murmurar secretos en un lenguaje
simbólico, mágico e inexplicable.
No hay salida. El
español tiembla, suda, grita, llora. Intenta acercar sus labios
a la cruz de madera que le queda colgada en el cuello. Invoca a
su dios. Implora perdón. Pero los ídolos de los Calambás no
conocen esa misericordia. Sólo saben que el sacrificio humano
traerá fecundidad, y toda la tribu baila excitada al ritmo de
las percusiones.
Se
tensan los arcos. Las flechas envenenadas atraviesan el cuerpo
de César de la Fuente, y la mano vengadora de Flor del Alba,
sacerdotisa de la paz y de la guerra, se apresura a levantar la
daga ceremonial que punirá con un solo tajo el pene del invasor.
Liliana Gimenez Haas (del libro
"Il
volo della sirena") |